miércoles, 4 de mayo de 2022

Todas las mujeres se llaman María

No diré de niño sino más bien de adolescente, cuando ya tenía varias referencias y confidencias de esos exiguos detalles que guardan para sí las mujeres jóvenes, solía presentar en la circunstancia adecuada, hablando de nombres y segundos nombres, una conclusión a la que había arribado en forma de gracia y que había acuñado en forma de máxima:
Todas las mujeres se llamaron, se llaman o se van a llamar María.

Lo decía y explicaba luego que además de las Marías que todos conocemos había ido descubriendo una aún mayor cantidad de mujeres que poseían María como primer nombre en su documento pero que habían terminado excluyéndolo en el uso cotidiano y por lo tanto, puestos a escarbar, podíamos encontrarlas entre las que nos rodeaban, habiéndose llamado María. En ese momento, incluso, ya había conocido alguna María de segundo nombre que, sin desestimarlo como las anteriores, lo relegaba naturalmente al íntimo lugar reservado para el nombre completo. Y, para completar, evocaba el hecho que había desembocado en toda esta retahíla de elucubraciones cuando estando reunidos un grupo de amigos suena el teléfono y era un flaco buscando a María, que no había ninguna entre nosotros. Un segundo despues de -¿Maria?, acá no hay ninguna María-, apareció una amiga corriendo:
-¡Soy yo, María soy yo,!...en el boliche digo que soy María...-
Concluí así que la mujer que conocemos por otro nombre se había llamado María alguna vez, se había hecho llamar María o se iba a hacer llamar María alguna vez en la vida.

Años más tarde una María que nadie reconoce por ese nombre me regaló El Evangelio según Jesucristo, una prosa sobre la que no voy a descubrir nada nuevo diciendo que es una maravilla de la literatura. Pero cuál no sería mi sorpresa al leer la frase de Saramago que legitimaba mi íntima teoría...
"Las miró y las llamó por su nombre, María, que todas las mujeres se llaman María".
Mirá José, yo lo sabía de mucho, mucho antes.

Por qué el automóvil es el mejor invento de la humanidad

 

Desde que la humanidad era un rejunte de manadas ha inventado cosas que le resuelvan alguna necesidad. A lo largo de los siglos y de la evolución tecnológica podemos contar los inventos y las necesidades resueltas por cientos de miles, tal vez millones, la mayoría de índole funcional, pero también sociales, anímicas o psíquicas.

¿Pero cuántos inventos resuelven necesidades de todas las condiciones?

Los automóviles son una evolución de productos anteriores a su existencia, como los carruajes en cualquiera de sus disposiciones, y a su vez éstos son una suma de invenciones básicas, como la rueda y el atalaje para arrastre, que constituyen la base de un ingenio más complejo. Pero al mismo tiempo el automóvil se ha constituido en un producto con identidad propia, mayor que cualquiera de los elementos que lo constituyen. Desde tapas, puertas, poleas, luces, ventanas, bombas y cerraduras hasta centrales multimedia e inteligencias artificiales, una cantidad de artificios han ido integrando los automóviles en su evolución, y sin embargo en el imaginario humano un automóvil es un automóvil aunque prescinda de esos elementos constitutivos; puede no tener ruedas y seguir siendo un auto.  No tener techo, no tener volante, no tener ventanas. Puede incluso no correr sobre el suelo y volar, que seguirá siendo un automóvil, como el auto de los Supersónicos. Puede cambiar la forma en que genera su movimiento y evolucionar en su motricidad que, por supuesto, seguirá siendo un auto, eléctrico tal vez, o nuclear, a vapor o a vela. Puede incluso atreverse a no depender de nosotros para cada movimiento y tomar decisiones por sí mismo, que se convertirá así en autónomo, pero automóvil (más que nunca) al fin.

“Automóvil” representa un concepto, más allá de las formas, estructuraciones, disposiciones; es una noción, un ideario humano de la posibilidad de trasladarnos velozmente con sencillez, libertad y/o diversión.

Esta característica de ser un elemento icónico primordial en la historia moderna, en el desarrollo humano, paradigma de la locomoción personal, hace que sea único como producto depositario de deseos e ilusiones, único en su relación con el usuario, usuario capaz de abarcarlo tanto como de ser abarcado, capaz de contenerlo como de ser contenido, con una extraña y perfecta cualidad de tamaño relativo, y una dualidad de ser un hábitat que cobijamos, en el garage, en nuestros cuidados, tanto como podemos ser cobijados al habitarlo.

Esta escala perfecta le permite ser cubierto exteriormente en una sola mirada que lo entiende/comprende, pero también ser vivido interiormente. Si llueve mucho nos quedamos en el auto guarecidos esperando que pare para salir. Podemos estar en el auto escuchando música o algo interesante en la radio, o charlando o esperando detenidos, dentro de un lugar limitado y cerrado que está destinado a ser habitado. Un “habitáculo”.

Pero con una relación signada por el movimiento el automóvil es radicalmente diferente a cualquier espacio estático que pueda ser considerado producto. Un auto se habita, se accede, se conduce, se disfruta dinámicamente, produciéndose una simbiosis activa, y luego pasa a ser un objeto bello, deseable, una expresión artístico-industrial que añorar.

Más allá de los anterior hay una característica del automóvil, una razón que poco tiene que ver con la razón, que lo eleva a la élite de los inventos:

La pasión.

 Los automóviles generan pasión como ningún otro producto, tanto por lo que nos hacen vivir sus cualidades dinámicas (velocidad, aceleración, tenida, frenado, etc.), de conducción, y la adrenalina que nos generan, como por su diseño y estética, como una joya, un accesorio o un elemento ornamental artístico, de diseño.

Esa pasión por el automóvil da origen al deporte motor, también ramificado en variantes con más o menos ruedas, acuáticas y aéreas, pero pasión maximizada en cualquier competencia entre autos, en su gran mayoría dinámicas, en pista, trails, rallies, raids, por tiempo, por duración, de velocidad, de aceleración, de regularidad, de acrobacias, de resistencia (incluyendo chocarse), pero también competencias estáticas de presentación, estado u originalidad.

También da origen a las exhibiciones de producto más concurridas del Mundo de las Expo, los salones del automóvil, por todos los continentes.

Y por último este invento ostenta una característica exclusiva, casi única en el mundo de los inventos modernos, solo reservada a los inventos más básicos, a los utensilios más nobles que se transforman en nuestros apéndices, a las herramientas que son prolongación de la propia esencia humana, como un martillo o un hacha: es imperecedero, como concepto/producto no tiene obsolescencia, por lo menos a la vista de los tiempos venideros.

¿Con cuántos objetos, con cuántas de nuestras posesiones, establecemos un vínculo de amor y odio, de reproches y felicitaciones? ¿O no nos enojamos con el auto si nos deja, y le agradecemos al llegar de un viaje largo sin contratiempos? Y esperamos que entienda y aguante hasta el aguinaldo  para esa reparación o ese service (yo tenía un Corsa que me bancaba siempre), o incluso hablamos en voz baja para que no escuche si estamos pensando venderlo o cambiarlo por otro. Porque un auto tiene personalidad. Al comprarlo, nuevo o usado, tiene su olor indistinguible, su propia presencia, y con el uso nos vamos moldeando el uno al otro.

Su perfume interno, sus olores al andar, el confort de la butaca (o su falta), sus ruidos que conocemos distintivamente, sus mañas en los comandos,

Cuántas veces al entrar en otro auto de misma marca y modelo se siente que no es el de uno. Faltan o sobran detalles, porque es una prolongación del hogar y, por tanto, de la personalidad del propietario. Tan enquistado está en nuestra vida que se transforma en parte de nosotros, cuando se rompe decimos “rompí”, “pinché”, “vengo perdiendo aceite”, “me quedé sin nafta”.

Alguno puede decir “y, pero una avioneta es igual, y vuela”. Dale, ok. Acá va otra característica indiscutible y maravillosa del automóvil, que es la de haber pasado de ser un producto elitista a ser un producto popular y ecualizador. El automóvil permitió que más gente que nunca llegara más rápido adonde antes no le alcanzaba el día. O la vida en casos como el señor que recorrió más de 5 millones de kilómetros en su Volvo P1800. Es un producto democratizador de la cultura urbana, a la altura del impacto que solo puede ser comparado con el uso de energías e Internet.

Y esto sin argumentar que, pasados más de 20 años de la promesa incumplida de que el automóvil vuele en el siglo XXI, ya no estaríamos tan lejos de que emparde a la avioneta, pero mucho más sencillamente.

Esta suma de características signadas por la dualidad hace que el automóvil sea el mejor invento de la humanidad… hasta ahora.